Vivimos un tiempo, una época, unos años (no sé bien cómo es en realidad), en que los libros son fáciles de conseguir o quizá se cree que así es. Con rapidez los jóvenes buscan en sus computadoras o celulares lo que quieren leer, sin embargo, a veces creo que se pierden algo fantástico del leer que empieza cuando tenemos un libro en nuestras manos, un libro de papel viejo o nuevo, recién escrito o hace muchos muchos, muchos años, siglos quizá.
Creo que los libros, sin embargo, no han perdido ese primitivo valor que tuvieron en Roma, o el prestigio que le dieron a esa ciudad que supo tener la más grande biblioteca del mundo, Alejandría, ciudad envidiada, deseada, custodiada con fiereza por soldados y bibliotecarios.
El mito dice que se quemaron los libros, que se quemó la biblioteca de Alejandría, las llamas devoraron el conocimiento del universo. Pero los libros en realidad no se quemaron, no desaparecieron, siempre desde entonces hubo manos que los pasaron a otras manos; manos que escondieron aquellos que el depredador quería quemar; manos que conociendo el laberinto de la biblioteca guardaron en el rincón o a plena vista el tesoro que el incendiario buscaba.
Cuando alguien pone un libro en nuestras manos sea un amigo, un amante, un bibliotecario, cuando ese es el libro que buscábamos o que sólo nos hizo encontrar, sentimos que alguien nos conoce, que sabe quién somos, qué nos gusta o nos conmueve, que hay alguien que afirma y respeta nuestra identidad.
No se pueden quemar ni olvidar los libros, porque no se puede detener el infinito, porque ya lo mostró Bradbury: aún si eso aconteciera sus habitantes los llevarán en la memoria y los seguirán pasando “de mano en mano”; seguiría existiendo la biblioteca infinita porque alberga el infinito pero, ¡cuidado! La biblioteca es un laberinto en el que podemos perdernos, divagar, no encontrar o no querer encontrar nunca más la salida.
Años tras años, mi propia generación como estudiante o profesora contamos para estudiar, investigar y también escribir sólo con el amado laberinto de anaqueles y pasillos de la biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNT. Pero si no nos perdimos, si pudimos escapar del extravío, si una y otra vez descubrimos lo que queríamos si encontramos justo el libro que necesitábamos es porque contamos con Tonmy Barber, el guardián, el que tenía el hilo de Ariadna para entrar hasta en centro mismo y poder salir con un libro o varios para entregarnos.
Tonmy sabía escuchar y buscar, conocía de libros, temas e intereses. Cuantas veces fui en su búsqueda desesperada, perdida o ansiosa por algo que me perturbaba o no hallaba, entonces él tamborileando sus dedos e en el mostrador me decía “ahh sí, ya sé, dame un rato Griseldita y volvé, algo te busco”. Nunca me defraudó y muchas veces me sorprendió.
Hoy ha partido nuestro querido Tonmy Barber, seguro que será el guardian de otros infinitos. No olvidaremos sus manos generosas y sabias entregándonos un libro. Gracias querido Tonmy.
Griselda Barale
Profesora Emérita de la UNT